En Yucatán, como en otras partes del país, el color de piel permite o no oportunidades de progresar. Y también, ser mujer y ser maya la sitúa en una posición de riesgo y vulnerabilidad ante las violencias.

Dos tonos de piel: Racismo y discriminación en Yucatán

Georgina Rosado Rosado es egresada de la Universidad Autónoma de Yucatán, de la licenciatura de Ciencias Antropológicas (UADY), tiene una maestría en Antropología Social en “El Colegió de Michoacán”. Profesora Investigadora de la UADY durante 33 años, donde realizó diversas investigaciones sobre la mujer y las relaciones de género, la cultura maya, la violencia y discriminación entre los jóvenes, entre otras temáticas. 

Dos tonos de piel fueron suficientes para que Chelito, una de las tres hermanas Marrufo, fuera elegida y decidieran educarla junto a sus primas en una de las tantas haciendas pertenecientes a la casta divina, dejando a sus morenas hermanas en el pueblo para que ejercieran labores domésticas. Fue así como mi abuela, de blanca piel y de ojos verdes, pudo adquirir una exquisita caligrafía e impecable ortografía y con el paso de los años llegó a ser la secretaria particular de un Gobernador, logrando además un “buen matrimonio” con el integrante de una familia de clase acomodada.

Dos tonos de piel, o quizás solo uno, es lo que llevó a una mujer maya a asegurarme hace unos años que la más chica de sus hijas, “más blanquita” que sus hermanas, sí iría a la escuela a diferencia de las otras, augurándole que tendría un futuro promisorio. No porque quisiera menos a las otra, sino porque los escasos recursos de la familia debían invertirlos en quien tenía mejores posibilidades de adquirir en el futuro un trabajo bien remunerado, por ejemplo, en alguna casa comercial, que ella sabía muy bien, siempre solicitan “buena presentación”, es decir, ser clara de color.

No sé cuántos tonos de piel fueron los suficientes para que la adolescente de una secundaria rural ejerciera acoso hace unos meses contra su compañera a la que consideraba “negra, fea e india” por su color de piel y a la que golpeó usando una piedra, con tanta fuerza y animada por los gritos de sus compañeras, que terminó matándola.

De acuerdo a más de mil encuestas que aplicamos, Landy Santana y la que escribe, en escuelas de nivel medio de Yucatán ser “wiro” se define de acuerdo a las respuestas de los jóvenes como: ser “moreno”, “de pueblo”, “indio”, “feo” e “ignorante”. Lo más triste fue que cuando les pedimos describieran a sus parejas ideales un buen número de ellos y ellas las retrataron con rasgos occidentales (hueros, de ojos claros y altos), incluso los describieron así quienes portaban evidentes fenotipos mayas, lo que nos habla no solo del racismo sino de una identidad estigmatizada adquirida por siglos de discriminación. Y en esas mismas encuestas fueron las jóvenes de origen maya indígena las que reportaron sufrir más discriminación en sus escuelas, por lo tanto, ser mujer y ser maya te sitúa en una posición de riesgo y vulnerabilidad ante las violencias.

Panorámica para entender el racismo hoy

Ariadna N. Tenorio. Nació en Puebla, 1977. Negra mexicana, abogada. Se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad de Colima con la investigación titulada “Mujer, locura y derecho en otras novelas mexicanas contemporáneas”. 

Las panorámicas son como una fotografía. Ésta es mi fotografía del racismo: Mi padre es hijo de José (nahua) y Francisca (mixteca). La familia materna de mi madre creció en el barrio de la Huaca, en Veracruz, y aunque ella es blanca su apellido hace más bien alusión al sujeto que en algún momento esclavizó a Joseph, mi antepasado. Yo no soy mestiza, soy prieta y nací en México.

Mis abuelos paternos abandonaron su lengua y territorio para mudarse al centro de la ciudad de Puebla con la esperanza de alcanzar la promesa de la mexicanidad para mi padre y sus hermanos. Mi padre (nacido en 1947) fue el primero en su familia extendida en cursar la educación superior; sin embargo, tiene muy claro que la movilidad social tampoco implica la eliminación de los prejuicios racistas.

Mi abuela materna (nacida en 1931) solía decir que su padre era ingeniero y que su familia había llegado de Europa. En realidad, Silvano (el padre de mi abuela y bisnieto de uno de los hijos a los que Joseph registró como mulato) era prieto y se ganaba la vida como mecánico. La vida de los hijos de Silvano estuvo definida, al igual que las de los hijos de Joseph doscientos años atrás, por el marcador racial. Los hijos blancos corrieron con mucho mejor “suerte” que los hijos prietos. ¿No tendría que haber cambiado esto en un país que promovió el mestizaje como bandera de igualdad? En teoría, sí.

En Piel negra, máscaras blancas (1952), el afromartiniqueño Frantz Fanon postula que la deshumanización es el eje a partir del cual se realiza el proceso de racialización del sujeto colonizado, y demuestra que el racismo es un principio de organización económica que descansa sobre la vida de aquellos que no son considerados humanos (y a veces ni animales).

Mi abuela Francisca (nacida en 1924) contaba con un conocimiento excepcional en herbolaria, ir con ella al mercado era una fiesta. Siempre fue muy cuidadosa, eso sí, frente a quién hablaba o con quién compartía sus saberes, para ella era doloroso y desgastante que la llamaran “ignorante” o “supersticiosa”.

La única vez que escuché a mi abuela hablar en mixteco se despedía de una de sus hermanas que había viajado desde el pueblo para visitarla. A mi abuela no le habían arrebatado únicamente la lengua, la habían despojado de todo sentido de comunidad y de pertenencia. Soñaba con regresar a una tierra que, por desgracia, era ya sólo un recuerdo. En Chen tumeen chu’úpen (Sólo por ser mujer) (2015) la escritora maya, Sol Ceh Moo, denuncia a un Estado mexicano que promueve el multiculturalismo pero es incapaz de respetar los derechos lingüísticos más básicos al mantener en la cárcel a una mujer indígena a quien le fue negado un traductor durante su proceso penal. Ceh Moo evidencia el racismo estructural del Estado y exige un alto a la simulación.

Comparto esta panorámica para poder decirle a Francisca que no sueño en da’an davi pero que no me olvido de la lluvia, y que Alicia, mi hija, ya aprendió a cultivar la tierra; lo hago para decirle a Joseph que trescientos años después aquí seguimos y seguimos prietos; lo hago para poder decirle a Silvano que pronunciamos su nombre y que todas las noches Alicia y yo cantamos juntas una de las canciones que él tocaba en la Huaca; lo hago porque ahora construyo comunidad no sólo con los vivos, sino también con mis muertos. (Extracto del texto publicado en Unicornio/Por esto)

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